Entre los pastores, que durante la noche de Navidad cuidaban sus rebaños, había uno ya muy viejo. Caminaba con dificultad, ayudándose con un bastón. Sin embargo, su corazón seguía siendo joven y alegre. Todos le querían y venían a buscarlo cuando tenían una pena o estaban tristes. El hallaba siempre la palabra justa para animarlos. Había conocido muchas cosas durante su vida. Había conocido la alegría, pero también muchos sufrimientos; sin embargo, jamás había perdido la confianza y el buen humor.
A pesar de su edad avanzada, trabajaba aún para criar a su nieto, que era discapacitado y estaba enfermo. Los padres del niño habían muerto hacía algún tiempo.
Cuando el ángel hubo anunciado la buena nueva, todos se prepararon para partir, cada uno con un regalo. Los amigos del viejo pastor le dijeron:
– «Abuelo, tu no podrás llegar a tiempo, caminas muy despacio. Ven, nosotros nos turnaremos para llevarte a cuestas».
– «Oh no, amigos míos, id ya, que no quiero retrasaros. El Niño Maravilloso os espera. No temáis por mi, todo irá bien».
Y he aquí que en esa noche extraordinaria le fue dado caminar como cuando era joven. Siguió a los demás sin dificultad y llegó al pesebre entre los primeros, se arrodilló y adoró al Niño Jesús.
Sin embargo, cuando se levantó para partir, en su mirada había un poco de tristeza. Pensaba en su nietecito que no podía caminar y no podía venir a ver al Niño Jesús. Decidió entonces observar muy bien todo para guardarlo en su corazón y contárselo luego. Al salir del pesebre, atrajo su mirada algo que brillaba.
Era un bonito cristal de roca. El anciano pastor lo recogió para ofrecérselo a su nieto.
El niño enfermo se encontraba cerca de la ventana, era su mayor placer ya que no podía ir, ni venir por doquier como los otros niños. Cuando hacía buen tiempo lo sentaban afuera, junto a la puerta. EN invierno, se quedaba dentro y soñaba muchas cosas maravillosas. Muchos de sus amiguitos venían a verlo, pero nunca se quedaban mucho tiempo pues tenían ganas de jugar y brincar afuera. Su mayor deseo era tener un verdadero amigo a quién contarle todo.
Cuando el abuelo salía con el rebaño, el niño pasaba largas hora solo, en la vieja choza. Cuando vio llegar a su abuelo, esa primera mañana de navidad, comenzó a dar palmas de alegría.
El abuelo contó a su nieto las maravillas de la noche. El muchacho vio brillar la luz del pesebre en los ojos de su abuelo y sintió también una gran felicidad. Después, el viejo pastor sacó el cristal de su bolsa, un hermoso cristal muy puro. El niño no salía de su asombro, jamás había visto una piedra tan bonita.
La colgó en el borde de la ventana para poder verla brillar con la luz. Todos los días la contemplaba, veía sus reflejos al sol y admiraba todas sus caras. Quería a su cristal cada vez más y más; con él se sentía menos solo cuando su abuelo salía.
Y sucedió que un dia el niño descubrió que su cristal estaba habitado. Vio a un pequeño puente blanco que estaba dormido, hecho un ovillo en su interior. ¡Qué alegría!
– «Buenos días», dijo el muchacho, «despiértate». «¡Así que ers tú a quien yo amaba cuando miraba el cristal!».
El duende hizo una pequeña señal, se estiró y salió del cristal.
– «Buenos días», dijo «yo quiero ser tu amigo; estaba prisionero desde siempre en ese cristal y tú me has liberado».
– «Pero ¿cómo es posible?», dijo el niño, «al principio yo no te veía».
– «No, al principio no sabías mirar bien. Son tu atención y tu amor día tras día los que te han permitido verme. Ahora yo tengo un amigo y soy libre. Nosotros los duende de las piedras, necesitamos que los hombres nos miren y nos quieran».
Y fue así como el niño enfermo tuvo un amigo que se quedó junto a él para siempre. El niño le habló de los seres humanos y le dio todo el calor de su corazón. Y el duende le confió sus secretos, los de las piedras y los de las montañas.
Soline y Pierre Lienhard.
Tomado del libro «Cuentos de adviento y navidad», Editorial Dilema